domingo, 11 de julio de 2010

El servicio como fundamento de la política


 

 Jesús Caudillo

julio / 2010

                       

 

INTRODUCCIÓN: SANTIDAD Y BIEN COMÚN

Los tiempos contemporáneos son, en términos del sociólogo francés Gilles Lipovetsky, tiempos de hipermodernidad 1. El individuo es el centro de la vida cotidiana, pero no en tanto persona como tal, sino como un elemento más de una dinámica contextual que no controla y a la que debe adaptarse. La persona ha dejado de aspirar, en el sentido amplio de la palabra, y ha transformado la experiencia de la vida en la experiencia del placer.

La desilusión reinante en el pensamiento filosófico y político de hoy es patente. A lo lejos ya no aparecen posibles soluciones políticas e ideológicas que en otros tiempos se pensaban imbatibles. Desde la perspectiva de otro sociólogo, éste polaco, Zygmunt Bauman, la modernidad se fue y dejó tras de sí una estela de frustración, un tufo de pesimismo que hoy más que nunca ha quedado consolidado en la esfera íntima del hombre. Esto evidenciaría, entonces, las razones por las que el hombre se ha permitido su propia transformación de individuo racional y conciente, a mero organismo casi biológico, cuya razón de ser, aun sin proponérselo, está en la satisfacción de impulsos, instinto, y cuerpo.

 

Lo público vendría a ser sólo una expresión del pasado, algo que sólo valía la pena cuestionar en otro tiempo. Hoy ya no. ¿Por qué habría el hombre de cuestionarse su relación con los otros? Desde el enfoque hipermodernista, esta pregunta halla respuesta sólo cuando se piensa en la instrumentalización del otro. Únicamente cuando el otro sea capaz de colaborar en la satisfacción del interés particular cobrará sentido esta búsqueda, antes no. Y volvemos a preguntar: ¿entonces en dónde está lo público? Diluido, extraviado, perdido en el anhelo del pasado.

En el fondo, el problema que hay detrás de todo esto es que el individuo se ha desconectado del entorno en el que vive y ha renunciado a la vida en comunidad, lo que no significa necesariamente aspirar a un ideal propio de la modernidad. ¿Cómo construir justicia? ¿cómo redimensionar y volver a valorar el papel de la política en la vida de comunidad? ¿cómo volver a dar sentido a las acciones que realiza el gobierno? ¿cómo el hombre puede volver a dignificarse a partir de la vida social y política?

La única manera de responder a estas preguntas fundamentales para la vida, convivencia y futuro del hombre es apelar a la santidad 2, como ya había dicho Bauman. Es cierto que la situación hipermoderna actual del hombre ha sido provocada en gran medida por la dinámica histórica, política, social y económica; es decir, por el contexto en el que se ha desenvuelto la humanidad en los últimos siglos, sin embargo es por ello que hoy más que nunca es necesario volver la vista al individuo, al ser, a la persona en todas sus dimensiones. Por ello, insistimos, es urgente voltear y hacer voltear la mirada hacia la santidad como un modelo vital.

Por estas razones, en este ensayo reflexionaremos sobre el bien común como el elemento sobre el cual debe sustentarse todo quehacer público. Ello porque asume que el principio de la satisfacción de las necesidades particulares viene, en principio y de forma imprescindible, a partir de una comprensión de la comunidad en la que vive de parte del individuo. Ello resulta seductor en tanto que el bien común es un concepto acuñado por el Papa León XIII 3 y que ha regido por completo a la doctrina social de la Iglesia durante el último siglo y es también, de forma paralela, aunque no explícita, la responsabilidad frente a los demás de Bauman.

CARPE DIEM Y ESPACIO PÚBLICO

 "Parece que desde el momento en que (los hombres democráticos) pierden la esperanza de vivir una eternidad, están dispuestos a obrar como si sólo fueran a durar un día" 4, sentenció alguna vez Alexis de Tocqueville. Estas palabras resuenan en el pensamiento filosófico y político de hoy. La guerra, el hambre, la pobreza, el narcotráfico, la violencia, el abuso y la corrupción son males presentes en el mundo y a los que nos hemos acostumbrado. La búsqueda de transformación de estas realidades se perdió en el idealismo propio de la modernidad.

La máxima latina que se menciona en el título de esta parte del ensayo hace referencia, en efecto, a la búsqueda de la satisfacción de los placeres y deseos individuales en la medida que sea posible. La idea de que la vida es demasiado corta y hay que aprovecharla al máximo no es negativa en sí misma, pero se ha desvirtuado hasta el punto al que hace referencia Tocqueville. Es decir, el hombre se convierte en esclavo de sus pasiones y niega toda capacidad para la práctica de las virtudes cuando lo único que importa es "aprovechar el día".

En la vivencia de la vida pública, en relación al espacio público, al quehacer político, el Carpe diem es bastante dañino porque hace surgir lo que Weber llamó la "vivencia de la política" 5. Provoca que personas sin vocación política se inserten en el servicio público, de modo que éste queda pervertido por esa búsqueda intrínseca de la satisfacción de intereses particulares. Un individuo que vive "de la política" lo única que asume es la resolución de su necesidad, antes que la de cualquiera, ya no se diga la de la sociedad en su conjunto.

El Carpe diem en el espacio público, específicamente en la vida política, también puede ser visto desde los lentes de Hanna Arendt y es igualmente preocupante. Desde este punto y hasta lo que Arendt llama la "banalidad del mal" 6 sólo hay una delgada línea nada difícil de cruzar. La banalización del quehacer político, el no respetar la naturaleza de los cargos públicos es peligroso en sí mismo. Por ello, es mucho más factible que el mal aparezca detrás y se instale como una práctica sistemática del individuo cuyo objetivo es cualquier otro, menos el de servicio a los demás a través de la política.

Esta ruptura entre el deber ser de la política y la realidad es, sin duda, un elemento imprescindible en el ambiente de decepción que se percibe en el pensamiento de la filosofía política. Aunque es un hecho que esta dicotomía ha sido materia de estudio para numerosos hombres de poder a lo largo de la historia, también es cierto que el hecho de que no ha sido resuelta empieza a generar una especie de decepción y frustración que, muy acorde a la época hipermoderna que vivimos, llevan a buscar suturar esta herida con la apuesta a la evasión.

Ante este panorama, no es lícito renunciar a la transformación política de las estructuras sociales y mucho menos mantenerse pasivo. Las soluciones que han propuesto las ciencias sociales a lo largo de la historia moderna, específicamente a partir de la Ilustración, se centran en la contención de la naturaleza política del hombre, cuando es precisamente esa naturaleza política la que, desde el Estado, debe reconocerse y asumirse responsablemente. Es decir, los fracasos sistemáticos de las ciencias sociales para dar sentido y cauce a la convivencia armónica de la vida en comunidad no se han traducido en el surgimiento de mejores propuestas para ello, principalmente porque el paradigma de fondo es que el hombre es, por naturaleza, un ser que debe ser controlado para que no libere aquella corrupción innata. Desde la perspectiva de quien esto escribe, ahí se funda el error y la desilusión hacia las ciencias sociales.

Es necesario retomar la realidad de que el hombre es un ser concupiscible, pero que también aspira al bien, que busca el bien, que desea el bien. Es fundamental volver a aspirar a los grandes ideales, pero no en clave de modernidad, sino yendo al centro mismo del hombre. Y qué mejor ideal que la aspiración al bien común a través de la vivencia de la santidad.

APELAR AL BIEN COMÚN A TRAVÉS DE LA SANTIDAD

Zygmunt Bauman dice que la única forma de aspirar a una moralidad es asumiendo la moralidad característica de la santidad. Para Bauman, la santidad es ser para el otro sin esperar nada a cambio, sin hacerlo por ninguna razón respecto al otro y sin más propósito que realizar la moralidad en la responsabilidad propia más acabada respecto al otro 7. El santo es aquel que es capaz de, incluso, sacrificarse por el otro sin otra búsqueda más que el cumplimiento de su deber para con éste. En el fondo, el santo es el que es capaz de dar amor, en toda la amplitud del término, sin entender otra cosa que servir al otro.

En paralelo, el bien común lo entendemos como "el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección" 8. Trascendiendo el hecho de que en esta definición hay implícita una concepción del hombre, deberemos comprender que la perfección a la que se refiere no es otra sino la santidad de la que habla Bauman.

Sin embargo, vale la pena ir más allá de Bauman. El hombre alcanzará su plenitud y su libertad no sólo en la responsabilidad con el otro, sino a través del servicio constante y sistemático hacia el otro, teniendo como único fondo y apelando solamente al bienestar del otro. Es decir, no se trata únicamente de asumir la responsabilidad de los actos individuales frente a los demás ni de arriesgarse por el otro, sino que en el fondo es poner la propia vida al servicio del otro. Más allá del acto heroico, que sin duda puede llegar a suceder, se trata de hacer de cada instante de la vida una oportunidad de servir. El hecho es que este llamado, este apelar al individuo, no aspira a convertirse en un imperativo categórico ni mucho menos, dado que la reflexión parte del fondo mismo del hombre que, como hemos dicho, busca el bien, desea el bien, sin renunciar a su naturaleza concupiscente, más bien controlándola.

Una vez comprendido esto, invito al lector a dar el paso crucial de este ensayo. Una vez que el hombre se asume como servidor del otro, no podrá sino concluir que su propia realización está en función del prójimo. Y esto, hay que decirlo, no implica necesariamente instrumentalizar al otro. Al contrario. El sujeto entiende que forma parte de una comunidad a la que debe servir y que en el servicio está su razón de ser, por lo que la realización del bien común no se alcanza si no es a través del servicio mutuo.

Este aspecto, llevado a la vida pública, adquiere una dimensión profundísima. La única forma a través de las sociedades habrán de alcanzar el estado ideal de armonía, de justicia, anhelado desde el principio de la historia no es otra que el bien común, con todo el trasfondo que hemos descrito. El servicio al otro es la clave. ¿Cómo puedo yo, individuo, único, en esta realidad particular que me apela, servir al otro? Si un político debiera tener una ambición, ésta tendría que ser la ambición sana de servir con celo y pasión a su sociedad. Lo mismo para los funcionarios públicos, para los burócratas, para los jueces, para los grupos de interés, para todos los que participan y tienen un rol que jugar en el espacio público. Esto es lo que diferencia a los hombres de Estado de los enanos de la política. Y ejemplos de ambas categorías abundan en la historia. En el fondo, cuando Weber hablaba de vivir "para la política", se refería al político que tiene como ideal profundo el servir a los gobernados.

Las políticas públicas, más allá del valor al que necesariamente deben invocar, deben construirse desde la visión del bien común, tomando a éste como el valor de fondo por excelencia, al que se subordinan las particularidades de la política. En efecto, aunque la teoría de la disciplina es clara cuando asume que ante la implementación de una política se consagran ganadores y se crean perdedores, el hecho es que, si esto es inevitable, la visión no deja de ser la misma. ¿Cómo construir políticas públicas en las que el funcionario se hace responsable de lo que hace ante sí mismo y ante los demás, y también busca en el fondo servir a los que dirige la política específica? Es cierto, ya hay mecanismos institucionales que pretenden avocarse a ello, sin embargo debe quedar claro que la transformación estructural es, ante todo, cultural.

A MANERA DE CONCLUSIÓN: ¿ES ESTO POSIBLE?

Es cierto, todo lo anterior parece imposible. No es una aspiración, ya lo hemos dicho, a la manera de la modernidad. Es, más bien, un llamado a la esencia del hombre. La situación hipermoderna actual no encontrará solución si no es a través de un llamado fuerte, contundente, al rescate de ideales nobles, sublimes. Y eso es muy bueno. Sin embargo, la solución primordial parece ir en el sentido del reconocimiento de la realidad del bien común, no en referencia a su factibilidad, sino a su fundamento. Un cáncer no puede ser curado con analgésicos. Requiere de un tratamiento paciente, meticuloso, esforzado y perseverante. Un tratamiento así requiere nuestra realidad.

El hombre y su dimensión socio-política debemos ser reorientados. La propuesta es que esa orientación se haga a partir del servicio al otro, a la comprensión de que la supervivencia social depende de todos, no sólo de unos pocos. El cuerpo social está compuesto de muchos miembros, del que todos formamos parte. Cuando uno de los órganos de este cuerpo falla, el cuerpo deja de funcionar. Y la sangre que deberá correr por las venas de este cuerpo es, sin duda, el servicio. En efecto, de ahí vendrá la transformación del espacio público, de la vida social, de la realidad política.

¿Cómo lidiar con las diferencias de pensamiento, con la pluralidad natural de una sociedad heterogénea? El servicio es un lenguaje universal que traspasa la barrera de los colores políticos, de la diversidad social y de la riqueza personal. Los crímenes que a diario se realizan por estas diferencias en el mundo tienen como raíz la negación de la responsabilidad de los sujetos hacia los demás. Es cierto, hay que fortalecer al Estado, hay que fortalecer las instituciones, hay que generar reglas que delimiten el comportamiento, pero eso tiene que hacerse teniendo a la dignidad de la persona como centro y fin de las mismas, no al agregado social sin rostro e impersonal.

La autoridad legítima del Estado es la única garante de ello, pues a ésta compele no sólo el uso monopólico de la fuerza, sino el uso de todos los recursos a su alcance, dentro del marco de la ley, para que las condiciones necesarias de desarrollo individual sean generadas. Así, el Estado mismo también cumplirá con su fin último, que es no sólo contener a aquellos que renuncien a su responsabilidad hacia los demás, sino también ponerse al servicio de los individuos y de la sociedad en conjunto.

(1) Lipovetsky, Gilles (2006). Los tiempos hipermodernos. Anagrama, Barcelona.

(2) Bauman, Zygmunt (2005). La ética posmoderna. Siglo XXI Editores, México.

(3) León XIII, en su encíclica Rerum novarum, escrita a fines del siglo XIX y surgida a favor de lo

movimientos obreros de aquellos años, que sentó las bases para el posterior desarrollo de la doctrina social

de la Iglesia y fue el primer pontífice en hablar de "bien común".

(4)Ver Lipovetsky, Gilles (2006). Los tiempos hipermodernos. Anagrama, Barcelona. Pág. 77

(5) Ver Weber, Max (1924). La política como vocación, en "El político y el científico". Fondo de Cultura Económica. México.

(6) Ver Arendt, Hannah (1993). La condición humana, Paidos, Barcelona.

(7) Op. cit.

(8) Pontificio Consejo de Justicia y Paz, Compendio de Doctrina Social de la Iglesia,Conferencia del Episcopado Mexicano, Ediciones CEM, 2006. México. Núm. 164

 

 




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