martes, 26 de abril de 2011

Conchita Cabrera: una mística del hogar


Por Fernando Pascual


Marzo de 2011




Concepción Cabrera nació en San Luis Potosí, México, el 8 de diciembre de 1862. En su casa recibió la educación cristiana propia de su época. Estuvo poco tiempo en la escuela, pues dejó las clases cuando tenía ocho o nueve años. Desde ese punto de vista, su formación fue bastante incompleta. Dios se encargaría de ofrecerle, más allá de lo que se puede aprender en las aulas, gracias muy particulares y conocimientos que muchos no alcanzan ni siquiera a través de años de estudio de teología.



En su hogar pudo leer vidas de santos. Una de sus primeras ilusiones infantiles consistía en llegar a ser ermitaña. Con la adolescencia, se hizo notar su belleza. Al acudir a un baile, cuando tenía sólo 13 años, se le declaró Francisco Armida (para ella, simplemente Pancho). Pronto formalizaron las relaciones en un noviazgo que duraría casi nueve años.



Sobre su noviazgo recuerda: "Tengo que agradecerle a Pancho que jamás abusó de mi sencillez; fue un novio muy correcto y respetuoso, y yo, siempre, desde mi primera carta, lo llevé a Dios. Me cabe la satisfacción de haberlo inclinado a la piedad siempre; le hablaba de sus deberes religiosos, del amor a la Santísima Virgen, etcétera. Él me regalaba oraciones y versos piadosos. Lo hacía frecuentar los sacramentos en lo posible, y desde aquel instante yo no dejé su alma" (Autobiografía I, p. 70-72).



El 8 de noviembre de 1884, un mes antes de que cumpliese 22 años, se casó. En algunas familias de aquel tiempo la esposa estaba sometida en casi todo al marido. Por eso no extraña lo que Conchita pidió a su esposo en el momento del banquete de bodas:



"Que me dejara ir a comulgar todos los días y que no fuera celoso. ¡Pobrecito! Fue tan bueno que años adelante se quedaba con los niños mientras yo volvía de la iglesia, y aun en su última enfermedad, mientras no perdía el conocimiento, me preguntaba si ya había ido a recibir a Nuestro Señor. Dios le ha de haber pagado este favor que era mi vida" (Autobiografía I, p. 110).



La vida matrimonial fue bendecida con nueve hijos, algunos murieron de pequeños, con el dolor que esto implica a sus padres. El tercero, Manuel, nació el 28 de enero de 1889. Cuando Manuel nacía, moría un sacerdote. Conchita no dudó en ofrecer a su nuevo hijo a Dios. Con el pasar de los años, este hijo decidió ser sacerdote jesuita.



La cuarta en nacer fue Concha hija, a la que Dios llamaría a la vida consagrada, y que llenó de alegrías el corazón de su madre, aunque murió bastante joven.



En medio de sus muchas tareas como esposa, madre y ama de hogar, Dios trabajaba poco a poco en el alma de Conchita. En 1889, el año en el que nació su hijo Manuel, pudo hacer unos ejercicios espirituales en los que sintió la voz de Dios dentro de su alma. Así lo relató más tarde:



"Un día en el que me preparaba con toda mi alma a lo que el Señor quisiera de mí, en un momento escuché muy claro en el fondo de mi alma, sin poder dudarlo, estas palabras, que me asombraron: 'Tu misión es la de salvar almas'. Yo no entendía cómo podía ser esto; ¡me pareció tan raro y tan imposible!; pensé que esto sería que me sacrificara en favor de mi marido, hijos y criados".



"Hice mis propósitos muy prácticos y llenos de fervor, redoblando mis deseos de amar sin medida al que es Amor. Mi corazón halló su nido, encontró la paz en el retiro y la oración, pero tenía que salir al mundo y a mis obligaciones, con necesidad de andar entre el fuego sin quemarme. Con este crecido incendio en el corazón el celo me devoraba y ansiaba compartir mi dicha, con las enseñanzas sublimes que había aprendido" (Autobiografía I, p. 159-162).



A los cinco años de esta gracia (en 1894), y con permiso de su director espiritual, Conchita grabó físicamente en su pecho el monograma de Jesús (JHS). Ese gesto significó, para ella, el inicio de una mayor entrega al amor de su Señor, con quien se sentía unida en un desposorio espiritual.



En 1894 da inicio su actividad de fundadora, al poner en marcha su primera obra: el Apostolado de la Cruz. Esta actividad se prolongará en el tiempo con una fecundidad extraordinaria, pues surgirán luego otras cuatro fundaciones, además de la ya mencionada:



En 1897, las religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús. En 1909, la Alianza de Amor con el Sagrado Corazón de Jesús. En 1912, la Fraternidad de Cristo Sacerdote. En 1914, con el P. Félix de Jesús Rougier (1859-1938), los Misioneros del Espíritu Santo. Esta fundación fue posible gracias al encuentro, en 1903, entre Conchita y el P. Rougier (sacerdote francés), entre quienes surgió una especial sintonía espiritual.



Además de estas fundaciones, podemos recordar que Conchita inició, en 1935, la Cruzada de almas víctimas en favor de los hogares. Esta Cruzada invitaba a sus miembros, según sus respectivos estados de vida, a ofrecerse para expiar los pecados que se daban en los matrimonios y en la sociedad.



Volvemos al año 1894. Conchita hizo unos ejercicios espirituales que luego plasmó en propósitos sencillos, concretos, familiares. Podemos evocar, por ejemplo, lo que se propuso para vivir a fondo su cariño hacia el propio esposo:


"Con mi marido: tendré cuidado de no perder su confianza antes ganármela más y más; informándome de sus negocios, pediré luz a Dios para aconsejarlo rectamente. Procuraré que siempre encuentre en mí consuelos santos, dulzura y abnegación completa. Igual de carácter en todas las circunstancias, y él sí que vea traslucirse a Dios en todas mis obras para su provecho espiritual".



"Jamás hablaré mal, en lo más mínimo, de su familia; siempre la disculparé, teniendo cuidado de que respete la mía. Velaré por las economías sin descender a extremos, teniendo cuidado de que nada falte a los demás y haciendo personalmente muchas cosas que implicarían gastos. Estaré siempre despierta a todas las circunstancias. Daré del gasto las limosnas que pueda".



"En cuanto a la educación de mis hijos haré porque siempre caminemos de acuerdo, habiendo energía y rectitud de ambas partes, con especialísimo cuidado" (Diario, T. 4, p. 227ss, 6 de octubre de 1894).



Su vida de familia transcurre entre numerosas experiencias místicas. Es difícil recogerlas aquí, pero en sus escritos se evidencia la acción de Dios, que le va revelando misterios como el de la Trinidad, la Encarnación, la Presentación en el Templo, la importancia del Espíritu Santo, la Soledad de la Virgen, etcétera.



Con humildad, en medio de tantas gracias de Dios, Conchita acude a su confesor y a sacerdotes sabios para conocer si lo que escucha y percibe viene de Dios. Recibe mucha paz gracias al juicio de quienes ven cómo la Trinidad actúa en el corazón de una sencilla madre de familia numerosa.



En 17 de septiembre de 1901 llega una prueba dolorosa: la muerte de su marido Francisco, al que tanto había amado. Días más tarde escribirá en su diario, entre otros recuerdos de esos momentos, lo siguiente:



"Ya con anticipación me había ocupado de que se confesara y de que recibiera el santo viático... Le recé muchas veces las oraciones de los agonizantes, la recomendación del alma; lo exhorté cuanto pude hasta el instante de su muerte, con jaculatorias, actos de contrición, actos de amor y de fe y de esperanza, infundiéndole valor y confianza, que mil veces repetí con toda mi alma. Así pasé horas hasta que expiró, sufriendo con él mi corazón en su terrible agonía, asfixia y dolor".



Conchita quedó viuda con ocho hijos a los 39 años. Tener una relación muy cercana con Dios e incluso experiencias de tipo místico no quita el sufrimiento de la pérdida de un ser querido. Una pérdida que se acentúa con la muerte de algunos de sus hijos, antes o después de la muerte de su marido. Pero supera sus penas interiores y consigue seguir adelante como madre de familia y como fundadora.



De los siguientes años de su vida podemos recordar una peregrinación que hizo en 1913-1914 a Tierra Santa, Roma y Lourdes. En la Ciudad Eterna consigue una audiencia particular con el Papa Pío X, con quien habla sobre sus fundaciones (las distintas Obras de la Cruz). El viaje está bellamente narrado en su diario, con notas que reflejan su fe y su sensibilidad humana y espiritual.



En 1917 inicia lo que puede ser vista como la última etapa de su vida interior: una mayor participación en el misterio de la soledad de la Virgen María. Será una etapa larga, misteriosa, de purificación, pues durará 20 años, hasta su muerte (en 1937).



En sus cuadernos redactó lo que siente en su alma desde la acción de Dios, además de recoger en sus escritos otras experiencias personales como madre y como fundadora.



Resultan de una belleza especial las palabras que escribió con motivo de la ordenación sacerdotal de su hijo Manuel. En 1925, Dios le permitió una nueva prueba en el camino de la soledad: su hija Conchita, que había ingresado como religiosa de la Cruz, moría prematuramente.



Conchita refleja en sus notas manuscritas su profundo amor a México, su Patria, así como los sufrimientos de su alma ante las distintas revoluciones que se sucedieron y que propiciaron fuertes persecuciones contra la Iglesia. De manera especial, en el drama que desencadenó la revolución cristera, Conchita ve con pena cómo mueren muchos mártires.



En esas circunstancias terribles, Conchita no dejó de ayudar en lo que está de su parte, incluso escondiendo a obispos, sacerdotes o religiosas en su casa. Pero no puede con todo, pues Dios le permite una enfermedad seria en el año 1928 (en plena guerra cristera) que le hace pensar que la muerte está próxima.



Tras superar la enfermedad, piensa que debe escribir una carta a sus hijos para ofrecerles lo que (según ella pensaba en ese momento) serían sus últimos consejos:



"Si me muero, si ya Dios quiere llevarme, les recomiendo a todos sigan siendo cristianos valerosos y de fe, sin respetos humanos y practicando fidelísimamente las enseñanzas de la Iglesia, orgullosos de pertenecerle". "Les recomiendo la unión, la unión, la unión..." (Carta, 28 de junio de 1928).



Después de un camino largo de soledad, el 3 de marzo de 1937 llegó la hora de su partida al encuentro de Cristo que reveló todo su Amor en la Cruz y nos dejó, para siempre, la presencia del Espíritu Santo.



La Iglesia, a la que Conchita tanto amó, la presenta a los creyentes como ejemplo de virtudes cristianas. Después de análisis y estudios sobre su vida y sus escritos, Juan Pablo II firmó el decreto que la reconocía como venerable el 20 de diciembre de 1999.



Para conocer las fundaciones de Conchita Cabrera, cf. http://www.familiadelacruz.org





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