Por Carlos R. Astudillo Constantino
Agosto de 2011
Vinieron los españoles y nos conquistaron. Desde niños aprendemos que somos algo así como los descendientes de los "aztecas", que vencidos por Hernán Cortés y sus compañeros, padecimos 300 años de "esclavitud" hasta que en el año de 1810 obtuvimos nuestra libertad.
Esta versión de nuestra historia es el principal soporte de una visión artificial, impuesta desde una óptica política ajena a la realidad, que nos señala nuestra obligación de odiar a España y sentirnos eternamente agraviados y perdedores.
Para empezar, digamos, para horror de nuestras creencias aprendidas mecánicamente en la escuela, que no vinieron los españoles y nos conquistaron, porque no había ningún nosotros en ese momento.
Los actuales mexicanos, en más de un 90 por ciento somos descendientes de indígenas y españoles, y el 10 por ciento restante pertenecen a etnias indígenas que nada tienen que ver con los aztecas. Me refiero por supuesto a los actuales pimas, seris, rarámuri, tzeltales, tzotziles, huicholes, otomíes, etcétera.
No existía México, sino un conjunto de señoríos indígenas, llamados "altépetl" en nahuatl, "ñuu" en mixteco, o bien "batabil" en maya, diferentes entre sí, sin integración ni unidad general y más bien en una lógica de guerra y enfrentamiento constante para imponerse su dominio los unos a los otros y obtener tributos. Quien destacaba en su dominación era el altépetl Tenochtitlán, cuna de los mexicas (mal llamados "aztecas", éste término es totalmente artificial, inventado modernamente)
La dominación mexica era todo, menos simpática. Se imponía por medio de la guerra, y a los vencidos se les exigía la entrega de su riqueza y la aportación de personas destinadas a ser sacrificados en honor de los dioses de Tenochtitlán. Cualquier desobediencia al amo mexica era implacablemente castigada, para que a nadie se le ocurriera volver a desafiar su poderío.
Los mexicas decían que su dios, Huitzilopochtli, les había prometido el dominio de todo el mundo conocido, a cambio de su fidelidad y constante sacrificio de personas, provenientes por supuesto de las regiones vencidas. Esto los llevó a ser la principal potencia militar de la zona, pero no a ser los chicos más populares del vecindario.
En 1519, sucedió algo que vino a derrumbar este dominio aparentemente todopoderoso. La llegada de Hernán Cortés y 600 españoles alentó a los altépetl sometidos a luchar por su libertad. Los primeros en aliarse a los españoles fueron los de Zempoala, luego vinieron los de Tlaxcala, de Huejotzingo, Tepexi, Tehuacan, Coxcatlán, Coixtlahuacán, Tamazulapan, Yanhuitlán, Xicochimalco, Zacatlán, Texcoco, etcétera.
La mayoría de los señoríos dominados por los mexicas aportaron el ejército indígena que derrotó y destruyó a Tenochtitlán. Al final los mexicas se quedaron solos, sin aliados ni amigos, y lucharon heroicamente hasta ser aplastados. Cuando el tlatoani ("orador") Cuauhtémoc se rindió a Cortés, los mexicas que sobrevivieron dejaron de luchar. Apenas tres años habían pasado y el dominio que tenían sobre millones de personas se había desvanecido.
Lo que siguió fue aún más sorprendente. Los españoles y sus aliados indígenas, incluyendo a los vencidos mexicas, se dirigieron hacia las lejanas tierras del norte, fundaron nuevas ciudades, se mezclaron entre ellos y sin darse cuenta, dieron origen a una nueva nación, la mexicana, descendiente de indígenas y españoles, y también de africanos y asiáticos llegados en esas fechas, pero fundamentalmente original, dotada de una fuerte identidad. Esta nación fue madurando a través de los siglos hasta convertirse en lo que somos actualmente.
Bueno, pero ya desde el siglo XVI en Londres, Ámsterdam y las ciudades germanas se decidió que lo políticamente correcto era ser antiespañol y anticatólico. En Estados Unidos este ideario arraigó profundamente en la comunidad política, que a su vez se encargó de "educar" a la clase política mexicana.
El encargado de negocios y primer embajador de Estados Unidos en México, el venerable Joel R. Poinsett, se encargó de fundar la logia masónica yorkina, en donde los primeros políticos mexicanos aprendieron que era indispensable odiar a los antepasados españoles de los mexicanos. De ahí viene nuestro chistoso odio a España, que profesamos cuando la mayoría somos mestizos, y nos apellidamos Pérez, López o Gutiérrez, y desde una perspectiva vital enraizada en Occidente desde hace siglos.
A fin de cuentas, un conocimiento mayor de nuestra historia nos puede ayudar a crecer como nación, reconciliarnos con nuestro pasado y dejar de lado los traumas, las visiones de vencidos y perdedores, y asumir nuestro origen pluricultural, fortaleza y legado de México.