jueves, 4 de noviembre de 2010

Efectos de la adopción gay según el psicoanálisis. Parte IV

 

Por: José A. Pérez Stuart

Octubre / 2010

 

 

Es evidente que frente a los parámetros establecidos por la escuela del continuum para obtener un desarrollo integral óptimo, en un mundo en el que por la desintegración familiar y las condiciones económicas desfavorables obligan a ambos progenitores a laborar, lo más sensato será encontrar un justo medio, de acuerdo a las necesidades concretas de cada niño y las circunstancias distintas de los padres.

 

Como quiera que sea, de lo hasta aquí expuesto cobra plena validez la afirmación de la doctora Natalia López Moratalla, profesora de bioquímica y biología molecular de la Universidad de Navarra, al asegurar: "Más aún, la construcción y maduración del cerebro de cada hombre no está cerrada, sino abierta a las relaciones interpersonales y a la propia conducta, por lo que presenta una enorme plasticidad neuronal. Sólo con la acogida de los demás se desarrolla y alcanza la plenitud personal" (López Moratalla, Op.cit.).


La evolución no ha preparado al bebé humano para este último tipo de experiencia tan artificial, tan programada, tan racionalizada. Simplemente el niño no puede comprender el porqué de sus gritos desesperados por el cumplimiento de sus expectativas innatas sin respuesta, y se desarrolla un sentimiento de maldad y de vergüenza sobre sí mismo y sus deseos.

 

Sin embargo, si sus expectativas se cumplen continuamente –precisamente en un primer momento, con más variación a medida que madura– se exhibirá un estado natural de confianza en sí mismo, el bienestar y la alegría.

 

Con ello, los bebés cuyas necesidades de continuum se cumplen durante el principio de su existencia, crecen y tienen mayor autoestima y podrán ser más independientes que aquellos cuyos gritos quedan sin respuesta por temor a "estropearlos" o supuestamente hacerlos demasiado dependientes (Liedloff, Jean, "The Continuum Concept", Revised edition ©1977, 1985,  published by Addison-Wesley, paperback, 20th printing, pp. 22-27. Liedloff, Jean, "El Concepto del Continuum", Tercera edición, Ob Stare, España).    


Con sus palabras, Ronald David Laing, quien no forma parte de la corriente psicoanalítica poskleniana de Mahler y McDougall, lo ha dicho así:

 

"El nacimiento biológico es un acto definitivo por el cual el organismo infantil es precipitado al mundo.  Ahí lo tenemos, un nuevo niño, una nueva entidad biológica, con su propio modo de ser ya, real y vivo, desde nuestro punto de vista. Pero ¿y el punto de vista del niño?

 

"En circunstancias habituales, el nacimiento físico de un nuevo organismo vivo en el mundo, inaugura procesos que avanzan rápidamente, y en virtud de los cuales, en un tiempo sorprendentemente breve, el niño se siente real y vivo, y un lugar en el espacio. En pocas palabras, al llegar al nacimiento físico y a la vida biológica sucede que el niño se torna existencialmente nacido, en cuanto real y vivo.

 

"Por lo común, esta transformación se da por sabida y nos proporciona la certidumbre de la que dependen todas las demás certezas. Es decir, no sólo los adultos ven que los niños son entidades reales biológicamente visibles, sino que ellos se experimentan a sí mismos como personas enteras, que son reales y están vivos y, conjuntamente, experimentan a otros seres humanos como reales y vivos. Estos son datos de la experiencia válidos por sí mismos.

 

"Por tanto, el individuo puede experimentar su propio ser como real, vivo, entero; como diferenciado del resto del mundo, en circunstancias ordinarias, tan claramente, que su identidad y su autonomía no se pongan en tela de juicio; como un continuo en el tiempo, que posee una interior congruencia, sustancialidad, autenticidad y valor; como espacialmente coextenso con el cuerpo; y, por lo común, como comenzando en el nacimiento o poco después de él, y como expuesto a la extinción con la muerte. De tal modo posee un firme meollo de seguridad ontológica. (Laing, Ronald David, "El yo dividido", 2006, octava reimpresión, Fondo de Cultura Económica, México, pp., 37-38).

 

Con una visión que puede parecer trágica, con un lenguaje a ser juzgado de pesimista y una visión para algunos fatalista, la psicoanalista Joyce McDougall alcanza a ver el proceso ya descrito, de la siguiente manera: "la noción de un 'otro' como objeto separado de uno mismo, nace de la frustración, la rabia y la tendencia a una forma primaria de depresión de la que todos los bebés hacen la experiencia con el objeto primordial del amor: el seno-universo" (McDougall, Joyce, "Las mil y una cara de eros", Primera reimpresión, Editorial Paidós, Argentina, 1998, p. 11).

 

Frustración y rabia expresada en el llanto, en el pataleo, al vivenciar que ese pecho no está siempre dispuesto, en acto, para ser succionado cuando se le desea. Es por ello que luego de enfrentar de manera reiterada esa incapacidad para obtenerlo de forma instantánea, el pequeño termina por entender que ese pecho, que esa fuente de bienestar, que ese instrumento de placer, es de otro.

 

A todo ese proceso de desarrollo que le permite al niño paulatinamente saberse distinto, es decir, otro, Mahler le llama "presión maduracional", y no sería otra cosa que un trayecto paralelo, tanto físico como psicológico, de "separación e individuación" con relación inicial a la madre y posteriormente con todos los objetos que le rodean y conforman su mundo.

Es decir, mediante toda la serie de percepciones que registra, mediante el cúmulo de experiencias que vive, el niño va moldeando su propio yo; y adquiere, vía la representación psíquica de sí mismo, una individualidad y, sobre todo, una identidad.

 

Ese proceso, a consolidarse hasta alrededor de los 36 meses de vida, no sólo se da en relación a la madre y con el concurso de la madre, sino en relación también al  padre y los hermanos, que conforman el ambiente fundamental en el que desarrolla el principio de su existencia toda persona, y le prepara, le moldea, para el resto de su vida.


De ahí, pues, la importancia de dos elementos que adquieren el carácter de fundamentales:

·         La familia.

·         La identidad.

 

Este último, si lo queremos fundamentar debidamente, forzosamente tenemos que observarlo bajo una óptica multidisciplinaria, pues sólo así nos puede revelar el peso que tiene sobre cada persona y la humanidad en su conjunto.

 

Así, si tomáramos como punto de referencia el Pentateuco o  Torá, resulta evidente que desde su inicio, la existencia humana llegó acompañada de una identidad, como lo muestra el caso de que Dios la otorgó a cada uno de los seres creados.

 

Es decir, no creó sólo varones o solamente mujeres, sino a un varón y a una mujer. Y a la mujer la llamó Eva y al hombre Adán, cada uno con características que los hacían no solamente distintos, individuales, sino sexuados, esto es, varón y mujer (8), y por tanto complementarios.

 

Y a su vez, cada uno de los hijos que aquellos tuvieron, llevaron un nombre distinto, que al tiempo que les permitía ser  identificados, también a ellos identificarse consigo mismos. De esta lógica divina, continuada por el hombre, podemos concluir dos cosas:

 

·         Que la identidad, por naturaleza, engloba la sexualidad; esto es, el ser y saberse hombre; el ser y saberse mujer. Y de conformidad con ello, poseer un nombre, masculino o femenino, según el caso.

·         Que la identidad, desde el inicio de la existencia del hombre, se da dentro del seno de la o una familia; es decir, que sólo dentro de ella encontramos nuestra identidad –como sociológicamente lo demuestra el mismo desarrollo de las comunidades, cuyos integrantes se identificaban precisamente por el clan familiar al que pertenecían–, y adicionalmente que la familia es indispensable para el ser humano; sin ella no podría  comprenderse su existencia. Es decir, no hay una generación espontánea, sino un advenimiento al mundo, producto de una relación padre-madre.

 

 


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