jueves, 4 de noviembre de 2010

Efectos de la adopción gay según psicoanálisis. Parte VI

 

Por: José A. Pérez Stuart

Noviembre / 2010

 

 

Identidad, sexualidad y tragedia en McDougall

 

En el proceso de conformación de la personalidad, el elemento básico es la identidad, el saberse qué es, quién es, para qué sirvo; de la concepción que se adquiera, dependerá el rol personal, familiar y social a seguir; el sentido de satisfacción o insatisfacción personal; la plena realización de las tareas a realizar y, entre otros muchos factores, el vínculo a establecer con los demás.

 

La identidad es tan importante para la persona que puede medirse por el desajuste que llega a provocar una de sus expresiones: la denominada vocación, que suele traducirse a nivel popular como la elección de una carrera, de un oficio, esto es, en el qué voy a ser, "qué quiero ser", para qué estoy aquí, cuál es mi función, mi tarea a realizar en la vida.

 

Cuando no se "descubre" tal vocación o no se cumple con ella, en el sujeto se suele desarrollar desánimo, frustración, sentimiento de vaciedad, de no-plenitud, "porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación" (Benedicto XVI, "Caritas in Veritate", 2009, No 11, p. 14). Es por ello que el hombre es el único ser creado que se interroga sobre el sentido de su existencia misma, en otras palabras, que busca su propia identidad.

 

Por supuesto, esa conciencia de identidad incluye la dimensión sexual de la persona, dado que ésta, la persona, es una totalidad, como lo corroboran las enfermedades psicosomáticas, donde los males mentales se expresan también en procesos corporales, y los males físicos tienen secuelas en la mente del que los padece.


Una enfermedad me provoca depresión, y la depresión me hace proclive a sufrir enfermedades. La persona es, pues, alguien, no un algo. Es una integridad. Ni es pura materia, ni sólo espíritu. Es una unidad sustancial cuerpo-psique-espíritu natural, constitucionalmente sexuada. La persona es. No es una elección. Se es. Se es así. Se nace así.

 

Por ello dice McDougall –con esa reiterada visión trágica que parece característica de algunas  corrientes psicoanalíticas–, que hay una especie de dos pasos: "el reconocimiento de la alteridad es seguido por el descubrimiento, igualmente traumático, de la diferencia entre los sexos".

 

Y tal descubrimiento, añade, no está vinculado a conflicto edípico alguno, como suponía Freud. Ello, no obstante, asegura con su misma tonalidad, "la diferencia en sí, es fuente de angustia para los niños de ambos sexos" (McDougall, Op.cit., p. 12).

 

Bajo su óptica psicoanalítica, pues, el mero conocimiento de la diferencia sexual por parte del niño es traumático, fuente de angustia, porque le haría enfrentarse a la realidad de que él no es poseedor de los dos sexos, como su presunto narcisismo se lo habría hecho creer.

 

Adicionalmente, tal descubrimiento no estaría vinculado a los llamados conflictos edípicos –que según los constructos freudianos surgen fatal, irremediablemente en todos los niños del sexo masculino, cuando ven a su propio padre como su rival por la posesión física, sexual de la madre–, sino que tal descubrimiento se produce "mucho antes" (sic) de que surja la confrontación incestuosa en la mente del varoncito.

 

En otras palabras, McDougall no niega esos supuestos "conflictos" que para la teoría de Freud constitucionalmente enfrentan al hijo con el padre por la posesión de la madre-esposa, sino que afirma que el descubrimiento por parte del niño de que no es poseedor de los dos sexos, se produce tempranamente, esto es, con antelación a que dichos "conflictos" presuntamente se presenten en la psique del niño.

 

Ahora bien, para comprender la causa del carácter dramático que McDougall le da al descubrimiento infantil del sexo opuesto con antelación al supuesto surgimiento de "conflictos edípicos" en todo infante, hay que recordar que buena parte del basamento teórico de Freud descansa en lo que psicoanalistas contemporáneos finalmente han tenido que calificar como el Mito de Origen de la propia teoría freudiana.

 

Es decir, el supuesto, que científicamente no se puede comprobar, de que todos los pequeños piensan y desean las mismas cosas, entre ellas la de querer mantener relaciones sexuales con su mamá y, consecuentemente, ver como rival a su propio padre; hecho que les generaría conflictos psíquicos de carácter "edípico", que tendrían su clímax cuando el niño, ante el temor de ser castrado por su propio padre; esto es, ante el temor de perder su pene en castigo por sus pretensiones, mejor opta por sepultar sus incestuosos deseos.

 

Como cualquiera puede fácilmente comprender, tales hipótesis son insostenibles, ya que "las teorías sobre los primeros procesos del desarrollo mental no son verificables por la observación directa, ni por los resultados terapéuticos que se obtienen, al preferir una explicación genética sobre otras. Se vuelve una cuestión de fe o de dogmatismo" (Bleichmar, Norberto y Leiberman de Bleichmar, Celia, "El psicoanálisis después de Freud", 2006, Editorial Paidós, México, p. 33).

 

También es importante anotar que para  el llamado psicoanálisis clásico, que representa fielmente las teorías de Freud, parecerían existir sucesivas fases o etapas de desarrollo psíquico-sexual en el sujeto, denominadas: oral, anal, genital o fálico-edípica y la de latencia.

 

·         La etapa oral es propia de la etapa de amamantamiento, en la que el pequeño todo se lleva a la boca.

·         La etapa anal sería la siguiente, en razón del desarrollo volitivo del menor, que se manifiesta en el defecar.

·         La etapa genital o fálico-edípica está constituida por la rivalidad de con el padre por la posesión sexual de la madre.

·         Y la latencia da inicio cuando el niño, ante el temor de que por su superioridad el padre lo pueda castrar como castigo por pretender a la amada, prefiere sepultar sus deseos incestuosos.

Es, pues, dentro de tal contexto teórico, que para McDougall es "mucho antes" de la etapa genital cuando el niño descubre la diferencia de sexos; es decir, inmediatamente después de haber admitido tempranamente la alteridad, o sea la existencia de otros, empezando por la propia madre, que pasa así a ser considerada alguien, más allá de sólo algo, esto es, más que un mero pecho.
Y es a  partir de ahí, del reconocimiento de la alteridad, que "la adquisición de las identidades personal y sexual impone un 'lo que es diferente de uno'" (McDougall, Joyce, p. 13). Tal adquisición, sin embargo, no es instantánea, inmediata, "algo que se lleve debajo del brazo, ni tampoco algo caído del cielo con lo que cada persona se encuentra" (Polaino, Aquilino, "
Sexo y Cultura", 1998, segunda edición, Rialp, España, p., 98).

 

Es paulatina, producto de un proceso en el que ambas identidades se van, por decirlo así, entretejiendo, de tal suerte que entre ellas "hay siempre, cuando menos, un poderoso e invisible haz de hilos conductores que las aúna, hasta el punto de no poder distinguirse del todo una de otra" (Ibid., p. 98.).

 

El problema surge cuando a falta de referentes precisos sobre la madre y el padre, que es lo mismo que decir varón y mujer, se produce una fractura dentro del mundo interno del niño, dentro de su aparato psíquico; éste deja de percibir, precisamente 'lo que es diferente de uno' y, entonces, sobreviene la confusión, la pérdida de referentes identitarios, ya que no encuentra con quién identificarse; hay una nebulosa a su alrededor acerca de lo que es hombre y lo que es mujer.

Lo peor de todo es que al percibirse a sí mismo sexuado, la falta de patrones de referencia claros, contundentes, específicos, lo lleva a sufrir una auténtica rotura ontológica de no saber finalmente qué es. Queda así su personalidad fragmentada, disociada, ya que el cuerpo parece separado, disociado del ser.

 

Se rompe su unidad sustancial de persona, dado que se capta a sí mismo escindido: una cosa es el cuerpo y otra mí ser, lo que yo soy, lo que me identifica. Por tanto, puedo tener identidad de mí, pero rechazar la de mi cuerpo: "ese no soy yo". Me está sobrepuesto. Mi cuerpo, mi sexo, es diferente a lo que soy yo, con el que yo me identifico. Se asume con ello una postura esquizoide por la rotura en la relación de la persona consigo misma, para usar los términos de Laing.

 

 



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